Dante Alighieri 1265-1321 |
El texto que coloco a continuación expresa una preocupación que ha estado presente desde hace tiempo entre filósofos, pedagogos, educadores e inclusive, científicos duros y que tiene que ver con la paulatina y progresiva desaparición de los estudios humanísticos. En este artículo, se analiza el problema, tomando como base los inicios de la Revolución Industrial hacia comienzos del siglo XIX, con el desarrollo de la industria y el comercio, acompañados de grandes avances en la ciencia y de la técnica. Se agrega a este proceso, un nuevo desarrollo: el de las nuevas tecnologías. Propio de finales del siglo XX y ahora campeando el siglo XXI.
Creo que este tema conduce a muchas preguntas para reflexionar:
1.- Por qué se produce ese antagonismo u oposición entre lo que se conoce como ciencias duras y las Humanidades?
2.- Por qué el necesario desarrollo de una de ellas, las ciencias naturales, consideradas como la base del desarrollo de la Revolución Industrial, implicó la decadencia de la otra, las humanidades.
3.- Este antagonismo es cierto? Es decir, es propio de la naturaleza de las disciplinas o estan involucrados allí también cambios de tipo cultural, ideológico, económico y político, vinculados al desarrollo del capitalismo y sus necesidades.
4.- Ha influído de alguna manera este decaimiento de las Humanidades en el relajamiento de nuestros valores?
5.- Qué están pensando los científicos duros al respecto hoy?
6.- En qué condiciones estamos en Venezuela, donde la calidad educativa está cada vez más en entredicho. Donde el desprecio hacia las Humanidades no se ha traducido en un aumento del desarrollo de los estudios científicos?
La crisis por la que
atraviesan los estudios de humanidades no solo en España, sino en el mundo
entero, era perfectamente previsible desde los albores de la revolución
industrial. Lo que se fundó en la Grecia clásica —el amor por el saber— y se
mantuvo en Roma —la alabanza del ocio y el menosprecio del negocio—; aquello que
las órdenes monásticas conservaron durante la Edad Media; aquello que resurgió
con una insólita pujanza durante el Renacimiento europeo, luego durante la
Ilustración y en buena medida en las universidades del siglo XIX siguiendo el
ejemplo de la reforma universitaria de Humboldt en Berlín, todo eso empezó a
librar ya a mediados de ese mismo siglo una batalla muy dura contra un enemigo
de potencia no solo no prevista, sino también incalculable. El hombre de
estudio, la mujer de artes o letras, vieron, a lo largo del gran siglo de la
burguesía y de todo el siglo XX cómo la legitimidad de su quehacer quedaba
mermada y amenazada a causa del desarrollo de la ciencia, la industria, el
comercio y la técnica.
En 1872, Flaubert
lamentaba el desequilibrio que un nuevo plan de estudios para el bachillerato
en Francia exhibía entre algo tan elemental como el deporte —que ya no tenía en
Europa el destino agónico que había tenido en Grecia o Roma— y la enseñanza de
la literatura, de la que apenas se hablaba. Con mayor énfasis, escribió lo
siguiente sobre el mismo asunto: "Estoy asustado, aterrorizado,
escandalizado por las gilipolleces cardinales que gobiernan a los seres
humanos. Eso es algo nuevo; por lo menos en el grado en que se produce. Las
ganas de alcanzar el éxito, la necesidad de triunfar a toda costa —debido al
provecho económico que se obtiene— le ha minado a la literatura la moral hasta
tal punto que la gente se está volviendo idiota".
Él, como tantos otros
autores que empezaron entonces a reflexionar sobre el descrédito progresivo de
las humanidades, no poseía distancia suficiente respecto a las causas de tal
descalabro. Hoy sí la tenemos. Al auge del comercio, las ciencias, la industria
y la técnica, hay que sumarle, en los últimos 30 años por lo menos, un nuevo
factor, imprevisible hace un siglo y medio: el auge de las nuevas tecnologías.
Los filósofos que heredaron la preocupación por este asunto a la sombra de
Heidegger o de Jaspers no parecieron alarmarse cuando el fenómeno de esas
brillantes tecnologías y los ingenios digitales irrumpieron progresivamente en
la vida cotidiana de todo el orbe. La inocencia con la que se recibió ese
alarde del progreso técnico-científico se ha transformado, ya en nuestros días,
en una preocupación —solo para algunos, este es el problema—, sin que se atisbe
la posibilidad de alcanzar alguna solución. Estamos ya, propiamente, en lo que
ha venido en denominarse la era poshumana, en el bien entendido que nos
hallamos en la era en la que el ente, el ser, no es más que un flatus vocis: una nadería nostálgica, un
recuerdo de tiempos pasados en los que filosofía, religión, moral y estética
otorgaban a esa palabra un valor casi tan alto como el que se otorgaba a Dios o
a la muerte.
Esto nos lleva a analizar
otros factores, no menudos, del descrédito de las humanidades en las
universidades de España y de casi todo el mundo: la religión ha perdido adeptos
en todas partes, y con ella han desaparecido los referentes trascendentales que
actuaban, con sordina pero con eficacia, en todas las sociedades y sus cultos;
los nuevos estilos musicales, de los que los jóvenes no pueden prescindir en
sus momentos de ocio, han venido a suplantar el carácter órfico —y por ello,
sagrado— de la mal denominada música clásica; el uso universal de los teléfonos
llamados inteligentes rebajan sin pausa la inteligencia de aquellos que podrían
dedicar su ocio a cualquier otro tipo de actividad y destierran la
conversación, además de haber provocado la desaparición de las áreas de
privacidad que tanto convienen al ser que piensa y actúa mediatamente; el
subsiguiente descrédito de la lectura anula la posibilidad de que exista algo
así como un imaginario subjetivo, en beneficio del llamado imaginario
colectivo, que viene a ser lo mismo que la aceptación sumisa de la opinión
común —todo lo contrario de la operación de discurrir en primera persona—,
asumida esta sin el menor atisbo de crítica; el mercado laboral lo es de
profesiones consideradas productivas y necesarias, y apenas de las profesiones
en las que el saber humanístico podría multiplicarse y difundirse, como es el
caso de la educación —hoy vencida y desarmada en España— a todos sus niveles.
Los
planes de estudio de las facultades irán a peor en favor de
las banalidades generadas por lo
‘políticamente correcto’
las banalidades generadas por lo
‘políticamente correcto’
No podemos tener la certeza
de que tal estado de cosas vaya a cambiar en favor de un lugar honroso para las
humanidades. Seguirá habiendo filólogos, artistas, historiadores y filósofos;
seguirá habiendo escritores y lectores; algunos centros urbanos de difusión
cultural seguirán abiertos y más o menos activos, pero todo lo que se relacione
con el ser y sus problemas fundamentales parecerá superfluo, en estado de
letargia y, en el mejor de los casos, será escenario de heroísmo para
renitentes.
A esta cuestión queríamos
llegar. Los planes de estudio de las facultades universitarias de humanidades
irán a peor, en favor de las banalidades que ha generado la era de lo llamado
políticamente correcto: una alquimia en la que se funden los feminismos y
homosexualismos más insolventes con los estudios coloniales más improductivos y
las ridiculeces más espantosas como métodos de análisis y crítica del saber
humanístico heredado. Pero toda persona vinculada a la enseñanza de las
humanidades puede, si no modificar esas tendencias disolventes de las litterae humaniores, sí otorgar a sus
actividades un trasfondo y un alcance que minen hasta los cimientos esos falsos
edificios del saber. A nuestro juicio, no hay más solución para las facultades
humanísticas que implicarlas en la vida cotidiana de la polis, o sea, convertir
las humanidades en la punta de lanza de una restauración de la política —que es
cómo actuar en beneficio de la ciudadanía en aquello en lo que ni las ciencias
ni las técnicas pueden hacer mucho—; transformar todas las escenas del saber
humanístico en el gran aliado del progreso espiritual de una nación y de sus
ciudadanos. Por ejemplo, enviar a los estudiantes de los últimos cursos a
comentar las grandes o menos grandes obras de la literatura universal en las
bibliotecas públicas; no obligar a los profesores a hacer gestión académica,
algo que los convierte en burócratas, sino agitación cultural más allá de sus
muros; convertir a profesores y alumnos avanzados en asesores de centros de
creación y difusión de la cultura; mandar a todos ellos a los diarios del país
para favorecer un periodismo de mayor alcance cultural; invitar a cualquier
empresario del mundo de la técnica, la informática, los negocios, y lo que sea,
a contratar antes a un graduado que, siéndolo en la profesión adecuada y
pertinente, lo sea también en cualquier rama de las humanidades, como ya sucede
en Estados Unidos, para satisfacción incluso del rendimiento de sus empresas.
Porque no es factible suponer que unos buenos estudios de humanidades (como
todavía pueden cursarse en escasos centros universitarios del mundo entero,
pues casi todos han quedado arruinados por el efecto de metodologías
"seculares") resulten suficientes para obtener legitimidad en las
sociedades actuales si no salen de las cuatro paredes de los centros
universitarios.
Su papel tendrá que ser, en
el futuro, el de una rigurosa resistencia, el de un profundo conocimiento del
pasado, el de la transmisión eficaz de ese saber antiguo en provecho del futuro
antes de que todo el mundo caiga en la "amnesia institucionalizada"
de que ha hablado George Steiner. Pero, sobre todo, si los profesionales de las
humanidades quieren por una vez actuar con sentido común y eficacia, su papel
habrá de ser el de garantes de la permeabilidad entre las instituciones sabias
a las que pertenecen y el progreso de la sabiduría, la democracia y la dignidad
del ser entre los ciudadanos de un país entero.
Jordi Llovet es
catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.
Tomado de: El fin de las Humanidades. Nadie quiere a los Filósofos. El País. 24 de abril de 2016.
A propósito de este tema, dejo el enlace a dos textos interesantes de la Filósofa norteamericana Martha Nussbaum
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