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jueves, 19 de mayo de 2016

REFLEXIONES PEDAGÓGICAS ESCOLÁSTICAS. EL ESCOLASTICISMO TOMISTA. IMPLICACIONES HISTÓRICAS

Francisco de Zurbarán. Apoteosis de Santo Tomás de Aquino. 1631


¿Cuál es el papel del maestro terrenal en el proceso de aprendizaje del alumno?; ¿en el siglo XIII, cómo es posible hacer un planteamiento de tal naturaleza sin colocarse en oposición a los dictados de la Iglesia?; ¿qué otros recursos teóricos utiliza Tomás de Aquino con el objeto de sustentar su tesis principal, la que dice que un hombre puede enseñar a otro y por lo tanto ser llamado maestro? Y por último, en el contexto de la crisis de la Iglesia ocurrida hacia el siglo XIII, ¿favorecieron de alguna forma estas tesis a la institución eclesiástica?



I


La recepción de Aristóteles en Occidente
Tomás de Aquino es un hombre del siglo XIII. Hacer esta afirmación, no solamente implica tomar en cuenta su ciclo vital, el que como sabemos abarca desde 1225 hasta 1274[1], sino también el hecho de que, aparte de representar la más grande figura del pensamiento eclesiástico de su época, expresa en sus ideas buena parte de la dinámica intelectual de la misma, enmarcada dentro del ámbito de la introducción del pensamiento aristotélico en Occidente, por vía de los filósofos árabes, de las diferentes disputas entre los llamados nominalistas y realistas en torno al problema de los Universales y por otro lado, de las crecientes contradicciones que como expresión del desarrollo económico, político y social, venían teniendo lugar. Dichas contradicciones encuentran su expresión más dramática en el enfrentamiento entre los dos ejes de poder: el Estado feudal y la Iglesia.

El siglo XIII constituye particularmente una época en la que por diversas circunstancias se producen desarrollos significativos en todos los ámbitos de la vida social del occidente europeo, casi todos ellos ligados en términos muy generales al progreso del modo de producción feudal dominante, puesto que es en este siglo cuando el mismo alcanza su máximo desarrollo.

Así mismo, el siglo XIII puede considerarse como el siglo del gran desarrollo de las ciudades en el occidente europeo. Algunos autores como Jacques Le Goff, aluden a este desarrollo como a una “revolución urbana”[2], que venía ya presentando algunos signos de tal desde el siglo X.

Esta revolución urbana tiene una importante significación en el contexto de nuestra exposición, sobre la base de que, paralelo y a la vez consustancialmente con el desarrollo de la ciudad, la vida del hombre de la edad media y particularmente de quienes viven en los grandes Burgos holandeses, franceses, italianos o alemanes, está inmersa en una nueva dinámica social distinta a la tradicional, predominantemente rural, propia del modo de producción feudal.

Sin embargo, el desarrollo de las ciudades al que hemos aludido, no se produjo de manera fortuita. En él tuvieron que verse implicadas una serie de razones de orden histórico, que se relacionan con la propia evolución del modo de producción feudal, así como con las características particulares que dicha evolución asume en las distintas regiones de Europa a lo largo de los siglos X al XIII. 

Ciudad Medieval
Ya hacia el siglo X, el feudalismo había aparecido en la mayor parte de Europa Occidental. El mismo apareció en Europa tras la disolución del estado carolingio, habiéndose ya gestado en su seno en la medida en que la necesidad político-administrativa de dominar el vasto imperio de Carlomagno trajo como consecuencia la disgregación del poder en manos de un ejército de funcionarios que con el tiempo se transformaron en Señores, dueños de grandes extensiones de tierra.

De tal manera que el poder económico al extenderse y consolidarse devino poder político en manos de los nuevos señores. De aquí que para Henri Pirenne, “…de lo que se trata ante todo en el sistema feudal, es de la disgregación del Estado”[3]

Sin embargo de esto, existe entre el Rey y los Príncipes Feudales un nexo, ellos se hayan ligados por un juramento en virtud del cual, estos de convierten en vasallos de aquél debiéndole absoluta fidelidad. A pesar de ésto, el Rey reina, pero no gobierna; el poder de los Príncipes es descrito por Pirenne así: 

El Príncipe es en efecto, el protector de sus hombres… no solamente conduce por sí mismo sus hombres a la guerra, y se lanza con ellos sobre el enemigo, sino que preside los tribunales, lleva las cuentas con sus recaudadores, decide personalmente en todos los asuntos importantes y sobre todo vela para asegurar la paz pública. Se cuida de la seguridad de los caminos; extiende su protección a los pobres, huérfanos, viudas y peregrinos, persigue a los salteadores de caminos y los hace ahorcar. Es el supremo juez de su tierra, el guardián y la garantía del orden público…[4]

La economía está basada en la producción agrícola, por lo que la posesión de la tierra expresa en buena medida las relaciones de poder. La producción directa está en manos del campesinado, sea éste libre o unido a la tierra por una relación de servidumbre que los sujeta al Señor, dueño de la tierra, quien obtiene sus beneficios por la vía de la coerción extraeconómica “que tomaba la forma de prestaciones de trabajo, rentas en especie u obligaciones consuetudinarias del campesino hacia el Señor”. [5]

La producción agrícola en la Edad Media
La dinámica social se fundamenta en la posesión de la tierra y en el hecho de ser ella el medio de producción más importante. El feudo es casi una unidad autosuficiente, ya que, mientras no se produce la división entre trabajo agrícola y artesanal, en su interior se producen incluso aquellos bienes que no son propiamente agrícolas. Posteriormente el incremento en la producción y la consiguiente generación de excedente económico traerán como una de sus consecuencias la separación del campesino y el artesano, oficios estos reunidos en sus comienzos en la misma persona.

Dentro de esta dinámica, el trabajo del siervo es el fundamento sobre el que se basa el funcionamiento de todo el sistema que en virtud de los nexos de vasallaje se convierte en una especie de pirámide que asciende hasta el mismo Rey.

Aparejada a este sistema político parcelado y disgregado, se desarrolla y consolida la Iglesia como institución unificada, condición esta que le permite fortalecer su poder político, económico e ideológico lo que, unido al creciente debilitamiento del poder del Estado, la coloca como “única fuente de autoridad religiosa”,[6] y es lo que le permite entablar a menudo querellas con el Imperio por la supremacía del poder. Eventualmente la Iglesia resultará fortalecida de estos procesos consolidando aún más su poder ideológico y económico.

A la caída del Imperio Carolingio, la institución eclesiástica atravesó por un período de crisis debido sobre todo a su dependencia del Estado. Sin embargo, esta crisis no duró mucho tiempo, y más bien significó la posibilidad de renovar su actividad.[7]

En este período, siglo X, la actividad eclesiástica gira en torno a los Monasterios convirtiéndose además el ideal monástico en ideal de santidad…”renunciar al siglo para salvar el alma”…[8] Este sentimiento de apoyo a la vida ascética preludia el camino hacia la reforma de Cluny, que preconiza la independencia de la Iglesia con relación al Estado y su reagrupamiento en torno al Papa romano. La popularidad y prestigio de la Iglesia como consecuencia del sentimiento ascético-religioso crece y con ellos su riqueza en tierras, limosnas y privilegios, esto le permite negarse a la tutela laica en todos sus asuntos.  De hecho, es precisamente hacia los siglos X y XI, cuando la institución eclesiástica “conquista definitivamente la situación privilegiada que conserva en la sociedad hasta finales del Antiguo Régimen”.[9]

Construcción de una catedral gótica
Esta conquista se produce por la vía de ciertos logros progresivos que incluyen la Reforma de Cluny ya aludida y el nuevo ideal religioso que irradia a partir de allí; el cisma de la iglesia que separa definitivamente la iglesia romana de la griega, ocurrido en 1054 y que de alguna manera expresa el grado de poder alcanzado por aquella; y por último, como corolario, la reforma establecida en 1059 por el Papa Nicolás II, por la cual el nombramiento de los Papas queda en manos del Colegio Cardenalicio.

Así mismo, este proceso y la reforma de Nicolás II, pueden considerarse como el origen del conflicto entre Iglesia e Imperio, el cual se profundiza con el advenimiento al trono de Roma en 1073 de Gregorio VII quien en 1075 decreta excomunión para toda autoridad laica que ejerza cualquier función eclesiástica. Esto era inadmisible para el Imperio, puesto que su poder descansaba en gran medida sobre los Obispos nombrados por ellos mismos, ya que con la creciente feudalización de los príncipes laicos, éstos van consolidando sus prerrogativas individuales.

En la misma línea, Gregorio X mantiene una posición de purificar a la Iglesia de la intromisión laica contribuyendo con ellos, según el historiador Henry Pirenne a una progresiva laicización del Estado[10], mientras que por otro lado, intenta mantener el orden social feudal en el cual la Iglesia cumple un significativo papel legitimador.

Paralelamente a este proceso, han venido desarrollándose otros, que unidos convergen en la reanimación de la vida urbana. Por una parte, una serie de innovaciones técnicas: uso intensivo de abonos; rotación trienal de cultivos; aumento de superficies cultivadas y otros que contribuyen a generar un excedente económico susceptible de ser colocado en los mercados locales. Así mismo se sientan las bases de una división social del trabajo que culmina con la separación del trabajo agrícola y artesanal. Con este nuevo impulso a los mercados locales y el consiguiente desarrollo del comercio y las vías de comunicación se dan los pasos necesarios para reavivar la actividad en las ciudades, las que habían perdido significación a raíz de la caída del Imperio Romano. A su vez, esto significó un impulso a la actividad artesanal orientada hacia mercados más amplios. Importancia vital en este proceso, la jugaron las cruzadas (s. XI –XIII) que contribuyeron a propiciar el comercio hacia oriente. 
Rotación Trienal de los cultivos
El auge de la vida urbana, lleva aparejada la contradicción ciudad-campo. En la ciudad aparecen nuevos grupos sociales: un patriciado urbano vinculado al comercio a gran escala;  un sector de la nobleza feudal que se incorpora a los nuevos tiempos; por debajo de ellos, artesanos y pequeños y medianos comerciantes y en el nivel más bajo, una gran masa de vagabundos y gentes sin oficio definido producto de la migración del campo a la ciudad.

Oratores, Bellatores y Laboratores
Ya hacia la mitad del siglo XII, algunos escritores y juristas agregaban, al mencionar los tres órdenes en los cuales se acostumbraba distribuir a los hombres durante la edad media –oratores[11], bellatores[12] y laboratores[13]-, un cuarto orden, el de los burguenses o gentes de la ciudad[14]. Esta aceptación de la existencia de un cuarto orden, podría dar una idea del significado que hacia finales del siglo XII van tomando los conglomerados urbanos sobre todo en el occidente europeo.

Sin embargo, a pesar de la existencia de una ideología que intenta explicar/justificar las desigualdades sociales por vía de la definición de estos tres órdenes principales, los cuales “no sufren por estar separados”[15], las tensiones sociales y las luchas en el interior de esta sociedad, no dejan de existir contribuyendo a complejizar la realidad feudal.

Hacia el siglo XI tienen lugar los primeros levantamientos urbanos, en los cuales pueden verificarse tres tendencias según el historiador Leo Kofler[16]:

  1. Lucha por la independencia. Donde se logra, la ciudad establece una relación de alianza con el Rey y los Príncipes al producirse el desarrollo del absolutismo progresista.
  2. Lucha interna, entre nobleza urbana y otras clases coligadas y entre el patriciado mercantil y los artesanos agremiados.
  3. El patriciado consigue retomar el poder, constituyendo una dictadura oligárquica abierta o disimulada.
A comienzos del siglo XII, la mayoría de las ciudades italianas había concluido con éxito su lucha contra la tutela feudal del Emperador y los Obispos y ya para el siglo XIII las ciudades logran liberarse de la amenaza de los señores feudales que viven en el campo.

El renacimiento de las ciudades
Dentro de estas ciudades medievales se dan procesos significativos, vinculados al desarrollo de nuevas relaciones sociales de producción. Así, sentimientos de fraternidad y cooperación entre hombres libres constituyeron fundamento importante para el surgimiento de asociaciones que serían antecedentes de los gremios[17] y que serían evidencia del surgimiento de una nueva conciencia de grupo diferente a la existente más allá de la ciudad.

En el ámbito de las ciudades, gradualmente la ley no escrita, sujeta a la tradición y a las costumbres, fue siendo sustituida por la ley escrita, en principio sólo circunscrita a los ciudadanos, pero tendiente poco a poco hacia la igualdad ante la ley de otros factores de la sociedad.[18] Mientras tanto, el auge urbano y comercial determina el surgimiento de nuevas necesidades en el seno de la nobleza feudal, encontrando en ella su mercado natural los productos suntuarios traídos de oriente. Para obtenerlos esta nobleza feudal se ve obligada a profundizar los mecanismos de explotación del campesinado con lo que se estimula su huida a las ciudades en busca de un mejor nivel de vida. “El aire de la ciudad libera”, reza un famoso dicho de esta época.

II


El nuevo desarrollo intelectual en las escuelas Catedralicias y Monacales
Hacia el siglo XII, convergen en Europa occidental una serie de condiciones favorables al desarrollo de la cultura en general. Dichas condiciones tienen que ver con el establecimiento de una paz relativa y con cierto incremento generalizado de la riqueza. Durante esta época surgen las primeras escuelas Catedralicias como Chartres, que a comienzos del siglo XII ya es una de las más famosas.

Estos centros de enseñanza, así como las escuelas Monacales, constituyen los focos del nuevo desarrollo intelectual y literario. Pero sobre todo, es en las grandes ciudades donde las escuelas tienen su mayor desarrollo, puesto que aquellas (las Escuelas Catedralicias) se convirtieron en centro de reunión de gente de variada procedencia y por lo tanto en lugares abiertos a la confrontación intelectual. 

Sin embargo, el acceso al conocimiento en aquella época es todavía muy limitado a unos cuantos con posibilidad de dedicarse al estudio y con manejo del latín, lengua universal de la cultura por aquellos tiempos. De hecho, pueden considerarse como profesionales la mayoría de los profesores universitarios, tanto eclesiásticos como seglares ya hacia mediados del siglo XII.

El manejo predominante del latín sobre el griego fue una de las razones por las que el conocimiento que en el occidente europeo se tuvo de las obras de los clásicos griegos, en especial Platón y Aristóteles, se debió a las traducciones árabes introducidas por diversas vías. Por una parte, a través del reino normando de Sicilia y por otra por la península ibérica, ya que algunas universidades españolas habían logrado gran prestigio en el continente en tiempos de la dominación musulmana.

La sociedad jerarquizada de la Edad Media
En el hombre del medioevo, predomina una tendencia a interpretar de manera metafísica el mundo que le rodea y la explicación de esto está en el carácter de la sociedad medieval: una sociedad jerarquizada en la que el hombre se haya sujeto a relaciones sociales que son percibidas por él como independientes de su voluntad y más aún, producto de un plan providencial. Todo esto crea un clima proclive a la sumisión a los dictados de la Iglesia y a la desvalorización de la vida terrena.

Sin embargo, muchas de las creencias del hombre del medioevo van a ponerse en entredicho a partir de la aparición de la polémica entre realistas y nominalistas. Dicha polémica estará presente en la dinámica intelectual de la Edad Media desde el siglo XI hasta el XIV, y aún más allá, y tiene que ver con el problema de la validez de los Universales. Para los realistas, estos conceptos existen primero que sus representaciones reales, por tanto, pueden ser conocidos por vía puramente especulativa, sin hacer uso de la experiencia. Para los pensadores nominalistas, los conceptos universales no existen primero que las cosas mismas, por lo que la experiencia es la base del conocimiento. Estas posiciones nominalistas, van a llevar a sus exponentes en algunos casos a posturas muy radicales en contra de la ideología religiosa tradicional que era la oficial, por lo que no son extrañas las condenas por herejía de las que muchos son objeto por parte de la Iglesia.

La Iglesia abraza las posturas realistas, puesto que las posturas nominalistas podrían en última instancia negar la propia existencia de Dios. Un ejemplo de esto es Anselmo de Aosta (1033-1109), quien sobre la base de argumentos de corte realista, desarrolla la prueba ontológica de la existencia de Dios.

Por otro lado, las Universidades son penetradas por el Averroísmo, interpretación árabe de Aristóteles que
Averroes. Córdoba 1126-Marruecos 1198
contradice la teología cristiana en muchos aspectos, uno de ellos, la afirmación de la eternidad del mundo, con lo cual se niega el dogma de la creación. Por otra parte, al defender la tesis de la unidad del intelecto, niegan la inmortalidad del alma individual y de la libertad de la voluntad humana, con lo cual se le quita al hombre la responsabilidad sobre sus actos.

Ante el estado de corrupción imperante a todos los niveles de la institución eclesiástica, surgen en el seno del pueblo, los llamados movimientos sectarios que preconizan la vuelta a los orígenes del cristianismo fundamentándose en la pobreza de Cristo.

Auto de Fe de la Inquisición
Frente a todo tipo de movimiento herético, la Iglesia responde de tres maneras diferentes: violentamente, a través de los Tribunales de la Inquisición que surgen a partir de 1215 en el IV Concilio de Letrán; persuasivamente, adoptando algunas estrategias sectarias como la prédica directa a través de la asimilación de las Ordenes Mendicantes, Dominicos y Franciscanos, también hacia la misma época; y, por último, intelectualmente, a través de la Escolástica, a través de la cual, se busca el reacomodo de la ideología católica dominante, dada la dinámica intelectual presente en la época cuyo objeto, en mucho, significaba el desplazamiento de las posturas tradicionales y que se presenta vinculada a la educación. Para Ignacio Burk, la importancia histórica de la Escolástica, está en haber transformado las dispersas doctrinas de los padres de la Iglesia en Teología Sistemática: en saber racionalmente organizado, en Ciencia Divina. La Escolástica en el fondo representa una filosofía de la educación, muy definida y operante que caracteriza culturalmente toda la Edad Media, determinando durante ocho siglos, por lo menos, su estabilidad y unidad espiritual[19].

Desde el punto de vista ideológico, su función social tiene que ver con la definición de las relaciones del hombre con Dios en el marco de un sistema totalizador en el que las existencias individuales forman parte de una unidad jerárquica en cuya cúspide está Dios. 

Desde el punto de vista filosófico, la problemática central de la Escolástica giró en torno a la relación existente entre fe y razón y vinculadas a este problema surgieron variadas posiciones, las cuales llegan a su punto culminante en el siglo XIII con los desarrollos de Tomás de Aquino y de San Buenaventura, que convergen al colocar a Dios como principio y fin de todas las cosas. El pensamiento místico de San Buenaventura representa la ortodoxia católica, cuyo origen se haya en el pensamiento de San Agustín, mientras que el pensamiento de Tomás de Aquino representa un intento por asimilar la filosofía aristotélica a la religión, poniendo a Aristóteles al servicio de la Verdad Revelada.


III

En gran medida la obra de Tomás de Aquino se produce como respuesta a las necesidades que desde el punto de vista ideológico están presentes en el interior de la institución eclesiástica, en un momento en el que confluyen la crisis entre el Papado y el Imperio por un lado, y la propia crisis interna de la institución producto de la corrupción secular que la invade a todos los niveles, por el otro lado.

A esto se agrega la introducción del pensamiento de Aristóteles, que por intermedio de los filósofos árabes, fundamentalmente la corriente averroísta, penetró en Europa y se hizo de un lugar en los círculos intelectuales de la época, sirviendo de plataforma conceptual para la resolución de los problemas planteados ante el intento de separar o conciliar la razón y la fe como vías para el conocimiento de Dios.

Tratando de ponerse a tono con la época, Tomás de Aquino desarrolla un sistema conceptual en el que la presencia de Aristóteles como instrumento teórico le sirve de fundamento a la posibilidad de conciliación entre razón y fe, y que se constituye a fin de cuentas en una unidad jerarquizada en la que “todos los temas se complementan e interaccionan al ser entendidos como partes de un todo…”[20], cuyo último fin es explicar las relaciones del hombre con Dios.

Así, en el pensamiento de Tomás de Aquino, Dios se constituye en el principio y fin de todas las cosas. Él es el primer motor, la causa primera y a la vez es el fin hacia donde deben tender todos los seres de la creación.
De aquí que Tomás de Aquino considere a Dios como “…el fin último del hombre y todo lo demás” (Suma Teológica, II parte. 1ª Sección, Nº I, p. 424)[21]. Es decir, que el fin último de la existencia humana, “la última y perfecta beatitud, no puede estar sino en la visión de la esencia divina” (Suma Teológica. II parte. 1ª Sección, Nº II, p. 427). Resulta evidente que, acorde con la concepción teocéntrica del mundo que domina el pensamiento medieval y que por contraposición revierte en un marcado desinterés por el mundo circundante, Tomás de Aquino coloca el fin de la existencia humana en lo trascendente ya que, “en esta vida se puede tener alguna participación de la beatitud, pero no es asequible aquí la beatitud perfecta y verdadera” (id.) Y existen varias razones para ello: por un lado, porque la visión de la divina esencia no puede lograrse en esta vida y segundo, porque en esta vida es imposible evitar todos los males y penalidades del cuerpo debido a dos causas: la ignorancia y el desenfreno (id.)

La superación del estado de ignorancia y el desenfreno de las pasiones se logra por la vía del desarrollo de la virtud. Así, la virtud intelectual significa el desarrollo del entendimiento en función de conocer la verdad universal, mientras que la virtud moral, formando la voluntad conduce al bien universal a través de una conducta esencialmente virtuosa. La rectitud en las acciones de los hombres, debe conducirlos eventualmente hacia la perfección de la virtud y por ende a la bienaventuranza eterna (Suma Teológica, II parte. 1ª Sección, Nº V, p. 444).

Y es justamente con relación a este punto que para Tomás de Aquino cobra sentido la educación como ejercicio propio de la vida activa del hombre, en tanto que “ella (la educación) tiene por materia algo que forma parte de la vida activa: ayudar al discípulo…” (De Magistro. Art. 4º. Discusión Magistral. P. 212)[22]

Esta afirmación queda corroborada cuando Tomás de Aquino dice en De Magistro que “enseñanza y vida activa tienen en común su materia, orientada hacia la ayuda al prójimo” (De Magistro. Art. 4º. Discusión Magistral. P. 214). Desde este punto de vista, la educación sería entonces un acto de caridad cristiana, que para quien la imparte, el maestro, es necesaria en función de su propia perfectibilidad y garantía de propio acceso a la bienaventuranza eterna.

El hombre es imperfecto por naturaleza, ya que él es “imagen de Dios, no perfecta, sino imperfecta” (Suma Teológica, I parte. Cuestión 93. Art. 1º. p. 405). Aquí queda introducido un primer elemento de desigualdad entre los hombres determinado por los grados de imperfección de la imagen.

Asumiendo una postura que lo aleja de las posiciones neoplatónicas dominantes en cuanto a la concepción del hombre, de carácter dualista, se ubica cercano a una postura monista en términos de considerar al hombre como un “compuesto de alma y cuerpo” (Suma Teológica, I parte. Cuestión 75. Art. 4º. p. 369), que forman sin embargo una sola substancia: el hombre. Ambos elementos serían inseparables en cuanto a la definición de hombre.

Ambos elementos serían inseparables en cuanto a la definición de hombre. Dice F. Copleston “el cuerpo sin el alma es un agregado de cuerpos como se manifiesta rápidamente por la desintegración que se presenta después de la muerte. Y aunque el alma humana sobrevive a la muerte, no es en términos estrictos una persona humana cuando está separada del cuerpo”.[23] El cuerpo constituye la materia del hombre, y es su principio de individuación, es decir, es lo que hace que un individuo sea distinto a otro. (Suma Teológica, I parte. Cuestión 75. Art. 4º. p. 369). En el cuerpo residen los órganos sensoriales, instrumentos esenciales aunque no suficientes para realizar la acción de sentir, base del proceso de conocimiento, puesto que esta actividad no es sólo del cuerpo, sino también y más propiamente del alma, aunque “el sentir y las consiguientes operaciones del alma sensitiva ocurren manifiestamente con algún cambio corporal. (Suma Teológica, I parte. Cuestión 75. Art. 3º. p. 368). Así mismo los sentidos corporales están subordinados al entendimiento que es una potencia del alma. (Suma Teológica, I parte. Cuestión 76. Art. 2º. p. 383).

De todos los sentidos humanos, el tacto es el más importante pues en él se basan los demás “y entre los mismos hombres, los que tienen mejor sentido del tacto tienen mejor entendimiento: prueba de ello es que los que tienen mejor sensibilidad corporativa, tienen buena aptitud mental” (Suma Teológica, I parte. Cuestión 76. Art. 5º. p. 392). De aquí es posible deducir que el conocimiento por vía racional estaría reservado a quienes por la actividad que desarrollan podrían conservar un mejor sentido del tacto, aquellos que se mantienen alejados de los trabajos manuales en los que resalta la rudeza como característica esencial. Es decir, el conocimiento por vía racional  estaría reservado a los intelectuales, concretamente a los clérigos, la nobleza clerical. Dice al respecto Eduardo Torres: “el objeto (de la enseñanza) era la formación de clérigos que pudieran comunicar los principios de la religión cristiana, explicar la interpretación que la iglesia da a las ‘verdades reveladas’ y el contenido de las mismas”[24].

Ahora bien, lo que define al hombre como tal es, para Tomás de Aquino, su carácter de criatura racional, siendo tal “por razón del principio intelectivo” (Suma Teológica, I parte. Cuestión 76. Art. 1º. p. 377), por lo que este principio se constituye en la “forma del hombre”[25] y es lo mismo que el autor llama alma, así “el principio de la operación intelectual, el cual llamamos alma humana, es un cierto principio incorpóreo y subsistente” (Suma Teológica, I parte. Cuestión 75. Art. 2º. p. 366-367). Dentro del sistema jerarquizado que constituye el pensamiento de Santo Tomás, el alma intelectiva sería en el mundo material la más perfecta, porque contiene en sí virtualmente todas las propiedades del alma sensitiva de los irracionales y de la nutritiva de las plantas” (Suma Teológica, I parte. Cuestión 76. Art. 3º. p. 387).

En el alma humana residen dos principios de forma potencial: el entendimiento y la voluntad, ambas se dirigen hacia Dios como su bien y verdad universal y su existencia “actual” es lo que explica en el hombre su no determinación, por esto “es dueño el hombre de sus actos en virtud de la razón y de la voluntad, por lo cual se dice que el libre albedrío es facultad de voluntad y de razón” (Suma Teológica, II parte. Sec I. p. 422). Con esto, Tomás de Aquino le quita a Dios toda responsabilidad en los actos humanos.

Ahora, el hombre es libre de dirigirse hacia Dios, sin embargo, en su camino han sido interpuestos el pecado, la malicia y el vicio (Suma Teológica, II parte. Sec I. No. IV. P. 439). Es necesario desarrollar en él aquellas virtudes que le permitan dirigirse inequívocamente a su último fin. Dichas virtudes referidas al entendimiento y a la voluntad son respectivamente la virtud intelectual y la virtud moral. “Para que el hombre obre bien se requiere no solo que la razón esté bien dispuesta por el hábito de la virtud intelectual, sino también que la fuerza apetitiva esté bien preparada por el hábito de la virtud moral…” (Suma Teológica. II parte. Sec I. No. IV. P. 434).

Sin embargo, el perfeccionamiento de dichas virtudes sólo conduce al hombre a bienes que son connaturales a él, y por tanto el sujeto de tales virtudes “es algo que puede ser comprendido por la razón humana” (Suma Teológica. II parte. Sec II. No. IV. P. 435-436). Por esto fue necesario que Dios otorgara al hombre otras virtudes necesarias para conducirle a su fin sobrenatural: “en cuanto al entendimiento se añaden al hombre ciertos principios sobrenaturales que son aprendidos mediante la Luz Divina, y estos son los de credibilidad (Fe). Así mismo, la voluntad es ordenada a aquel fin por la Esperanza y la Caridad” (Suma Teológica. II parte. Sec II. No. IV. P. 436).

Por sus medios naturales el hombre no puede producir obras que lo ameriten para la vida eterna “pues para esto se exige una virtud más elevada que es la virtud de la gracia. Sin la gracia el hombre no puede merecer la vida eterna” (Suma Teológica. II parte. Sec. I. No. VII. P. 449).

Por otra parte, este principio alma tiene otra operación que le es propia que es el entender, “el cual se produce sin participación del cuerpo” (Suma Teológica. C. 75. Art. II. P. 366). Siguiendo a Aristóteles, Tomás de Aquino plantea que los sentidos, que residen en el cuerpo, proporcionan al intelecto las representaciones sensibles de las cuales éste abstrae las especies inteligibles que constituyen así la información con la cual trabaja el intelecto agente, “quien tiene a su cargo la operación de la abstracción, por la cual, de las imágenes formadas por los sentidos se desprenden las particularidades y contingencias adheridas a la esencia del objeto”. [26]

Sin embargo, la verdad no está en las cosas, aunque “todo nuestro conocimiento tiene su comienzo en el sentido” (Suma Teológica. I parte. Art. IX. P. 343) “…las cosas se llamarán verdaderas con arreglo absolutamente al orden que tengan en el entendimiento del que dependen (…) por lo tanto, la verdad está de un modo principal en el entendimiento y secundariamente en las cosas en la medida en que quedan referidas al entendimiento como a su principio” (Suma Teológica. C. 16. Art. I. Pp. 353-354).

La verdad es inmutable, puesto que deviene del Entendimiento Divino, mientras que “la del entendimiento humano cambia porque éste va de la verdad a la falsedad” (Suma Teológica. C. 16. Art. VIII. P. 363). 

Así, intentando dar respuesta a los antagonismos planteados en torno a la razón y la fe, Tomás de Aquino identifica la verdad inmutable con la que proviene por Divina Revelación, mientras que la verdad de razón es mutable. La verdad de razón, permite conocer a Dios, sin embargo, esto se haría “después de largo espacio de tiempo y con mezcla de muchos errores” (Suma Teológica. 1ª Cuestión. Art. I. pp. 332-333), por tanto, “hizo falta también que se instruyese al hombre por Divina Revelación en que aquello acerca de Dios puede investigarse por la razón humana (Id).

Ante este problema planteado entre la primacía de las verdades reveladas o las racionales Tomás de Aquino desarrolla una posición que parte de la subordinación de la Filosofía –disciplina que utiliza los procesos de la razón natural para llegar al conocimiento- a la Teología, la cual es considerada por el autor como la Sagrada Doctrina, a la que da igualmente estatus científico a la manera aristotélica puesto que “procede por principios evidentes por la luz de una ciencia superior, es decir, la ciencia de Dios y de los Bienaventurados” (Suma Teológica. 1ª Cuestión. Art. II. P. 334). Para Tomás de Aquino, “…esta ciencia puede recibir algo de las disciplinas filosóficas, no porque necesite de ellas necesariamente, sino para una mejor manifestación de lo que se enseña en esta ciencia…”  (Suma Teológica. 1ª Cuestión. Art. V. p. 337).

Y este es precisamente el papel que Tomás de Aquino le asigna a las verdades a las que se arriba por vía racional, es decir:

  1.    Para probar los preámbulos de la fe.
  2.    Para aclarar las verdades de la fe.
  3.    Para combatir las objeciones a la fe y demostrar su falsedad, ya que “si el adversario no cree nada de lo que se ha divinamente revelado, ya no queda vida para probar racionalmente los artículos de fe, sino para deshacer los razonamientos, si es que aduce algunos contra la fe” (Suma Teológica. I parte. 1ª Cuestión. Art. VIII. P. 341).

Para Tomás de Aquino, la verdad racional tiene entonces un lugar secundario con respecto a la verdad de fe, la que considera como la valedera en última instancia, porque “las cosas que son superiores al humano conocimiento (…) una vez reveladas por Dios, han de ser admitidas por la fe” (Suma Teológica. 1ª Cuestión. Art. I. p. 333).

Así mismo, ante el reconocimiento de que la verdad por vía racional no es accesible a todos los individuos por causa de ineptitud natural, falta de tiempo o pereza (Suma Contra Gentiles. Libro I. Cap. IV. Pp. 321-322).[27] Es necesario “enseñar a los hombres la verdad de las cosas divinas por la vía de la fe, con inmutable certidumbre” (Suma Contra Gentiles. Libro I. Cap. IV. P. 336).

Partiendo de esta posición, podríamos establecer que la difusión de la fe cumple una función social por ser considerada el vehículo más expedito para llevar el conocimiento de Dios a las masas. Dicha función “masificadora” de la fe cobra significado en el contexto del surgimiento de las órdenes mendicantes (Dominicos y Franciscanos) las cuales asumen la predicación pública como estrategia difusora del cristianismo en respuesta al auge que durante el siglo XIII, debido a las propias contradicciones en el interior de la institución eclesiástica, así como la creciente inestabilidad social, adquieren los movimientos sectarios.

¿Cómo revierten estos conceptos en las ideas educativas de Tomás de Aquino?

Tomás de Aquino. De Magistro
El De Magistro, forma parte de las llamadas Cuestiones Disputadas, concretamente de la Cuestión sobre la Verdad, De Veritate, No 11. Sobre la misma, mencionan los historiadores que pertenece a la primera etapa docente de Tomás de Aquino en París, durante los años 1256-1259.

Es importante acotar que el sentido de la obra es más teológico que pedagógico. El principio del que se parte para el conocimiento y por ende para la enseñanza, es la Biblia. De hecho, el título académico más alto al que se puede aspirar en la Edad Media, siglo XIII, es el de Maestro en Teología o Magister in Sacra Página.

Así, desde una perspectiva teológica, Tomás de Aquino se acerca al tema de la posibilidad de que un hombre pueda ser maestro de otro hombre y por consiguiente, pueda ser llamado maestro. Esta cuestión, para la época, resulta sumamente delicada hasta la herejía, si tomamos en cuenta que:

  1.  Es Dios quien en su infinita sabiduría enseña todas las verdades. Por lo tanto, se entiende que todo conocimiento es dado por Dios.
  2.  El conocimiento verdadero es revelado al hombre. Es decir, Dios hace partícipe del conocimiento al hombre por vía de la revelación.
Entonces, surgen algunas preguntas relacionadas con el ámbito pedagógico: ¿cuál es el papel del maestro terrenal en el proceso de aprendizaje del alumno?; ¿cómo es posible hacer un planteamiento de tal naturaleza sin colocarse en oposición a los dictados de la Iglesia?; ¿qué otros recursos teóricos utiliza Tomás de Aquino con el objeto de sustentar su tesis principal, la que dice que un hombre puede enseñar a otro y por lo tanto ser llamado maestro? Y por último, en el contexto de la crisis de la Iglesia ocurrida hacia el siglo XIII, ¿favorecieron de alguna forma estas tesis a la institución eclesiástica?

Puede un hombre enseñar a otro y por lo tanto ser llamado Maestro, o lo puede sólo Dios?
En el De Magistro subyace un planteamiento educativo circunscrito a la enseñanza universitaria, es un intento por sustentar la idea de que puede haber un maestro terrenal que se constituye en causa próxima del conocimiento de sus discípulos, lo cual no contradice la idea de que Dios permanezca como causa primera del mismo. Para lograr su objetivo, Tomás de Aquino rescata la vía racional para el conocimiento de las cosas connaturales al hombre, así como las categorías aristotélicas de potencia-acto y las de causalidad que el autor refiere al problema del conocimiento. Asume así el autor una posición distinta a la de la corriente mística, la que particularmente a través de la obra de San Buenaventura plantea que sólo es posible una comunión directa del hombre con Dios a través del amor. Ante esta posición, Tomás de Aquino califica la propia como “equidistante”  (De Magistro. Art. 1º pp. 161-162).

Para ello, Tomás de Aquino comienza por rechazar la idea de la preexistencia de las formas en estado actual en la materia “las formas preexisten en la materia, pero no en acto, sino potencialmente y de potencia pasan a acto por un agente extrínseco próximo; no solo por la causa primera” (De Magistro. Art. 1º p. 161). Este agente extrínseco próximo es el maestro terrenal.

Así, los conocimientos están en el alumno en forma potencial y la función del maestro sería excitar el entendimiento para desarrollar en él la ciencia (De Magistro. Art. 1º pp. 172-173), porque “el arte del maestro está en conducir al discípulo hacia el saber de las cosas ignoradas, siguiendo el mismo proceso natural que se realiza en el aprendizaje por descubrimiento, en el cual la razón humana alcanza por sí misma la ciencia” (De Magistro. Art. 1º p. 165).

Este proceso al que alude Tomás de Aquino, es el proceso deductivo, según el cual se llegaría a establecer la conexión entre lo particular y los principios generales del conocimiento. Así, “…el procedimiento que emplea la razón natural en el descubrimiento, consiste en aplicar los principios comunes y evidentes a determinados problemas y en establecer mediante deducción algunas conclusiones particulares y derivar de éstas otras más” (De Magistro. Art. 1º p. 165).

Estos principios universales del conocimiento preexisten ya en el individuo al momento de nacer en estado potencial, y así como las verdades que Dios ha dado a conocer al hombre, estos principios también son incuestionables, por lo que la realidad que se manifiesta a partir de las deducciones particulares sólo puede ser verdadera si no contradice estos principios, “puesto que son los principios del conocimiento los que nos permiten deducir las conclusiones” (De Magistro. Art. 1º p. 168). Y agrega: “Así, pues, lo que, en virtud de la revelación divina, se posee por la fe, no puede ser contrario al conocimiento natural” (Suma Contra Gentiles. Libro I. Cap. VII. P. 326).

Para Eduardo Torres, este elemento representa una de las características más significativas de la Escolástica; en virtud de ella, “no se busca la formulación de nuevas verdades y/o sistemas de doctrina (…) Los escolásticos sólo deben reafirmarlo [el conocimiento revelado] y, esencialmente, aclararlo y defenderlo”.[28]
Para Tomás de Aquino, la finalidad de la enseñanza está referida a dos ámbitos. Como aspecto propio de la vida activa, la educación tiene como finalidad la ayuda al prójimo, ya habíamos aludido a este aspecto anteriormente. Pero en la medida en que en el acto docente está también implicada la materia que se enseña, el mismo corresponde a la vida contemplativa, por tanto desde este punto de vista, la finalidad de la educación sería la “visión intelectual de la verdad” (De Magistro. Art. 4º p. 212).

Uno y otro aspecto, es decir, la educación como parte de la vida activa y de la vida contemplativa conducirán a lograr en el hombre que accede a la educación, el máximo grado posible de perfección, única manera de conseguir la Eterna Bienaventuranza.



[1] Tomás de Aquino, de familia lombarda, había nacido en el castillo de Roccasecca, en las cercanías de Aquino, al norte de Nápoles. Después de cursar primeros estudios en la Abadía de Montecasino, se matriculó en la Universidad de Nápoles, ingresando a la orden de los dominicos en 1243. En 1245 se trasladó a París donde permaneció estudiando bajo el magisterio de Alberto Magno hasta 1252 en Colonia. Este mismo año llegó a Paris donde fue Lector de las Escrituras y de las Sentencias de Pedro Lombardo en el Studium Generale dominico de Saint Jacques. En 1259 recibió el título de Magister Theologiae y regresó a Italia para profesar en Agnani, Orvieto y Roma. En 1272 organizó en Nápoles los estudios teológicos en el Studium dominico de esta ciudad. Habiendo sido llamado por el Papa Gregorio X para asistir al Concilio de Lyon, murió en el camino en el Convento de los Cistercienses de Fossanova. Fue canonizado el 18 de julio de 1323.
[2][2] Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media. P. 10.
[3] PIRENNE, Henry. Historia de Europa. P. 109.
[4] Idem. P. 114
[5] ANDERSON, Perry. Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo. P. 147.
[6] Idem. P. 153.
[7] PIRENNE, Henry. Op. cit. p. 123.
[8] Idem. P. 124.
[9] Id. P. 127
[10] PIRENNE, Henry. Op. cit. p. 137.
[11] Clérigos son los que rezan a Dios por nosotros y promueven el cristianismo entre los pueblos cristianos, al servicio de Dios como trabajo espiritual, dedicados solo a ello para beneficio de todos nosotros. Aelfric, Coloquio, 1005.
[12] Guerreros son los que guardan nuestros Burgos y también nuestra tierra, luchando con armas contra ejércitos que se nos aproximen. Aelfric, Coloquio, 1005.
[13] Campesinos son los que proporcionan alimentos, labradores y granjeros dedicados a eso. Aelfric, Coloquio, 1005.
[14] GENICOT, Leopold. Europa en el siglo XIII. P. 64.
[15] KOENIGSBERGER, H.G. La Edad Media. P. 164.
[16] KOFLER, Leo. Contribución a la Historia de la Sociedad Burguesa. P. 63-66.
[17] KOENIGSBERGER, H.G. Op. cit. p. 131.
[18] Idem. P. 132
[19] BURK, Ignacio. De Magistro. Estudio Introductorio. P. 133.
[20] TORRES, Eduardo. Antología del Pensamiento Medieval. P. 15
[21] Salvo especificación contraria, la alusión al número de página de la Suma Teológica, se refiere a Torres, Eduardo, Op. Cit. 
[22] Salvo especificación contraria, la alusión al número de página se refiere a la traducción del De Magistro, hecha por Ignacio Burk.
[23] COPLESTON, F. C. El pensamiento de Santo Tomás. P. 176
[24] TORRES, E. Op. cit. p. 19.
[25] Id.
[26] FERRATER MORA, José. Diccionario de Filosofía. Editorial Sudamericana. Bs. As. 1965. P. 814.
[27] Salvo especificación contraria, la alusión al número de página de la Suma Contra Gentiles, se refiere a Torres, Eduardo, Op. Cit. 
[28] TORRES, Eduardo. Op. cit. p. 20
 

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